07 abril 2024

LAUREANO MARTÍN VICENTE, Y SUS CIEN AÑOS

 












Antes de nada, voy a felicitar a Laureano tal como me había enseñado mi abuela Pepa en el cumpleaños de mi abuelo Manuel a modo de rima:

“Esta mañanita/ muy tempranito/ cantaban las codornices/ y en su canto le decían/ ¡Que le sean muy felices!

Pues eso, dicho queda.

Previo al convite con que iban a agasajarnos a los vecinos del lugar en la sala multiusos del Ayuntamiento, Laureano y su familia, me di un paseo por los caminos de mi pueblo. El sol y la temperatura agradable, como era de esperar en tamaña celebración, caldearon el ambiente. Camino de la Fuente el Prado, unas cinco o seis golondrinas jaleaban el aire y pensé que habían adelantado algo su regreso anual del África. Más adelante me salió al paso el cuco, este llevaba ya unos días anunciando su presencia, también algo prematura. El mismo cuco, pues aún no han regresado todos, cantaba en un lugar, luego alzaba el vuelo y cantaba más lejos, como si quisiera él solo poblar con su canto toda la zona de Valdemayas a los Navazos. Precisamente, en la pontonera del regato por Valdemayas, me sorprendió el canto del ruiseñor. Éste sí que había adelantado su regreso, porque donde se aposenta el resto, a lo largo del camino, solo había silencio. En mi caminar anduve cavilando sobre la llegada prematura de estas aves cantarinas. De pronto me dije: “¡Pero qué poco pesquis tienes! Está más que claro que han querido asistir al cumpleaños centenario de Laureano, que cantar los cien es la mayor lotería que se otorga a los mortales”.

Pues sí, señor, ahí fuera andaban las golondrinas haciendo sus piruetas en olas del viento perfumado por la mañana primaveral, y el cuco anunciando la buena nueva: “¡Laureano, cien, cien, cien años, cu-cu, cu-cu, cien, cu-cu!”

Personalmete, siempre he sintonizado muy bien con Laureano, (hasta le dediqué una reseña en mi novela, “Las campanas del amor y del dolor”), creo que sintonizar como todo el mundo, porque Laureano, podríamos decir que es de todos, pues para todos tiene un saludo y una sonrisa. Tal vez ahí radique el secreto de su longevidad: ni una mala palabra, ni un mal gesto; adaptarse y vivir el presente, degustar una cerveza (sin alcohol), echar una partida de cartas, leer un libro tomando el sol y dejar que el aire limpie las telarañas de la indiferencia. Eso parece simple, pero no lo es.

Sin embargo, no solo eso basta para llegar tan lejos; los genes son la base, desde luego, pero depende de cómo los administre cada cual, y Laureano ha sabido gestionarlos.

Digo esto, porque, como todo hijo de vecino, también tuvo que enfrentarse a reveses  no menores de la vida; algunos los conocemos todos y no merece la pena insistir, pero otros los soportó estoicamente como cuando sufrió un accidente, en su peregrinar con la empresa, en Mallorca, quedando maltrechos sus huesos: cirugía por aquí, poleas y escayola por allá. Los médicos le auguraron una complicada recuperación —según me comenta un familiar—, pero la palabra “complicada”, no cabía en su talante, “y si hay que llevar muletas, las llevo, y si hay que hacer dos horas diarias de rehabilitación, las hago, y si son cuatro, también”. Eso parece ser que le respondió Laureano al ceño fruncido del médico en el hospital. En la mente de Laureano no caben imposibles, eso no va con él. Así que pasados los meses pertinentes, recobró su autonomía, aunque en su empresa tuvieron la deferencia de asignarle un trabajo sin riesgos, para distribuir material, y ahí fue donde se granjeó más amistades, porque, ¿quién no se deja seducir por ese rostro orondo y feliz, por ese cuerpo sólido y musculoso, por esa mirada serena, por ese tono de voz sosegado?

Mis recuerdos más lejanos de nuestro homenajeado, datan de cuando yo rondaba los diez años. Fue cuando a finales de los cincuenta del siglo pasado, construyeron, como sabemos, a un kilómetro de nuestro pueblo, el que se llamó “Talleres San Miguel”, de la empresa La Ibérica, en el paraje llamado “El Abanico”. Allí se enroló Laureano, como Manuel, como Alfonso y otros zarceños que trocaron la mancera del arado y el pastoreo por un oficio mejor remunerado. Allí soldaban, moldeaban el acero, torcían hierros, ensamblaban los enormes tubos de acero que, bajo la roca granítica, conducirían el agua de la presa a las turbinas del Salto de Aldeadávila de la Ribera que comenzó a funcionar en 1962, aunque se inauguró en el 64.

Allí se golpeaba el hierro, y tal vez ese machacar incesantemente los oídos —pues la prevención de riesgos laborales, ni existía ni se le esperaba—, afectara más tarde a su audición. Otros también sufrieron sus percances al ser alcanzada la vista por los chispazos al soldar. Era el precio a pagar por aprender un oficio del que vivirían el resto  de sus vidas. Aquel taller me trae infinidad de recuerdos que darían para escribir decenas de páginas. No obstante, recuerdo uno muy gracioso:

Yo dormía entonces en el sobrado y desde allí escuchaba todos los ruidos: el coche de línea a las siete, los camiones que acudían a la obra del Salto. Eran los sonidos metálicos de los talleres San Miguel los que nos servían de barómetro. Se oían con más o menos intensidad según la dirección del viento. Uno se imaginaba a Laureano manejando una grúa, o a Alfonso moldeando los tubos; era un ruido familiar con olor a salario más o menos decente. Lo curioso era cuando en invierno se oía cada golpetazo como si lo tuvieras al lado. Entonces era habitual escuchar a un vecino, tras mirar al cielo plomizo: “El agua está al caer, rapaz, porque se oyen los ruidos de El Abanico, como si salieran de ahí mismito, así que la lluvia no va a tardar…” Y la lluvia acudía puntual, porque casi siempre llovía al viento del suroeste, donde estaba situado el famoso taller.

Todo aquello pasó a mejor vida, pero hete aquí que, gracias a Laureano, he revivido momentos inolvidables de mi adolescencia.

Laureano sigue con nosotros, y es un deleite verlo leer sin gafas, gracias a la operación de cataratas, “no sin riesgo para su salud”, parece que le dijo el cirujano, a lo que Laureano respondió: “Le autorizo y firmo para que haga lo que tenga que hacer, que del resto me encargo yo”. Pues eso; Laureano, imperturbable, ha sabido gestionar su legado genético. Me comentan que su hermano, que emigró de mozo a la Argentina, fuerte y robusto también, anda por los 96 años, allá en su segunda patria. Claro que su abuelo también llegó a los 96, algo impensable en el siglo XIX, pues dicen que le gustaba mucho el pan con tocino, el vino y el aguardiente de Aldeadávila. Está claro que lo que esta tierra ha criado, y el campesino mimado, ha sido un aval para llegar muy lejos a poco que se haya sabido administrar la herencia genética. Por otra parte, es un deleite ver el álbum de fotos del evento con los familiares directos: hijos, nietos, bisnietos etcétera, hasta 26 salen en una foto, todo un orgullo. 

Vaya, pues, este relato, en agradecimiento a su bonhomía, a su saludo cordial, a su estima con la que uno siempre intenta corresponder. Tiempo al tiempo para celebrar los 101 años, vayamos de uno en uno, sin prisa; ese es mi mejor deseo.

 

 


06 septiembre 2023

CELEBRACIÓN DE LAS BODAS DE ORO DE INO Y JESÚS

 


 

Ocurre a menudo que para conocer a fondo los sentimientos y emociones que producen ciertos acontecimientos, hay que vivirlos, es decir pasar por ellos.

 Yo viví las Bodas de Oro de mis padres, y las de Diamante, y los recuerdos son, desde luego, inolvidables: reunión de todos los hijos y nietos, esencialmente; diecinueve en total. La única vez en la vida que nos reunimos todos.

Por eso pienso en la alegría de Ino y Jesús, rodeados de sus hijos y nietos, mas familiares y amistades en el convite.

No es una celebración baladí la de las Bodas de Oro. Mucho menos en este caso de Ino y Jesús, porque ambos, a lo largo de cincuenta años, han tenido que sortear muchos vendavales, los que impone la propia vida, pues cuando avanzamos en años la salud puede resquebrajarse y se necesitan, además de los cuidados médicos, el cariño y apoyo de la familia. Y en eso Ino y Jesús pueden estar orgullosos de la suya. Porque cuando la enfermedad acechó, ahí estaban ellos, en el hospital, al pie de la cama, tras la cirugía, durante la recuperación y, ambos, de la mano, han sabido reponerse y superar situaciones con ese tesón tan suyo, con esa obstinación por seguir adelante con optimismo, con esperanza, porque ir avanzando de la mano del otro, es el mejor antídoto contra la resignación.

De modo que Ino y Jesús, no solo nos han mostrado que no hay mejor medicina que el cariño mutuo, y nos han enseñado, con la mirada serena, que si uno se cae diez veces, hay que levantarse otras diez, para después celebrarlo rodeado de quienes han querido unirse a este acto de cariño; en la iglesia y afuera, y en el convite donde no faltó una retrospectiva fotográfica del camino andado por el feliz matrimonio.

 Así que solo queda desearles un largo recorrido mano con mano, como hasta ahora, con el mismo tesón, con la misma templanza, con la serenidad que todo lo alcanza, porque las bodas de Diamantes están a la vuelta de la esquina.  Feliz camino, pues.

 

 








24 agosto 2023

LAS MADRINAS 2023

 


Un año más la fiesta de las Madrinas ha puesto el colofón al frenesí festivo con motivo de la celebración de nuestro Patrón, San Lorenzo.

Esta fiesta que durante nuestra infancia, allá por los años cincuenta y sesenta, adquiría un brillo particular, porque era la fiesta local por antonomasia, se resiste a desaparecer gracias a los voluntarios, “Padrinos y Madrinas”, que viviendo en la ciudad, regresan a la tierra donde nacieron para seguir disfrutando con la tradición.

El mundo cambia y nada es lo que fue, pero se intenta preservar la esencia: la ofrenda con las roscas a lo que se añade otros manjares como embutidos de primera calidad o frutos de la huerta. La tarde transcurre en armonía. Los vecinos congregados en torno al frontón, ofrecen, sobre todo las mujeres, la vistosidad de su indumentaria cuyo colorido alegre es un ingrediente más que ayuda a deleitarse mientras los fieles ofrecen su limosna a la Virgen.

Luego, la rifa de estas ofrendas culinarias depositadas en la mesa, abre un suspense para ver quién se atreve a pujar el último para llevarse la rosca que destila aun un aroma que dan ganas de meterle el cuchillo y el tenedor.

Pero si yo cierro los ojos y pienso en cuando era muchacho, me veo corriendo detrás de los mayordomos o patrocinadores de la fiesta con un barreño enorme de barro lleno de chochos. Entonces, extendíamos el pañuelo y nos echaban un puñado o dos, y tan contentos. Se repartían obleas y también dulces, para los mayores vino de la damajuana. Todo el pueblo asistía a la ceremonia. Las Madrinas y sus parejas, además de otros aficionados al baile, formaban dos grandes hileras, hombres y mujeres frente a frente para bailar la jota charra al son de la flauta y el tamboril que solía tocar el Veneno de Aldeadávila.

 Con tal entusiasmo se levantaba mucho polvo del suelo trillado y reseco por el calor del verano. Pero eso no importaba, porque lo esencial era el baile, la sonrisa, la broma, y media vuelta María, y media vuelta Emiliano, y después un trago de vino o cerveza de la jarra, toma Sebastián, dale a la jarra, y aquel regocijo parecía no tener fin. Olía al perfume de las Madrinas y sus parejas, olía a ropa nueva, olía a la pólvora de los cohetes, y de los petardos, y todo mezclado era el aroma de la felicidad, así fuera efímera, pero, a decir verdad, eterna a la vez. Ese era el perfume propio de las Madrinas que uno se llevaba a la cama, y que, si vuelvo a cerrar los ojos, vuelvo a olerlo como si el tiempo se hubiera detenido.

Nosotros, los muchachos, andábamos a lo nuestro, a por chochos y rosquillas, también pendientes de conseguir la varilla del cohete que subía alto y al estallar caía en picado, algunas veces sobre algún tejado, para nuestra decepción. De modo que cada cual disfrutaba a lo grande y a su manera, hasta que el crepúsculo ponía la tregua para la cena y después, más baile en el salón, más baile en la calle, y jota va y jota viene, más música de gramola, más música de tamboril y jota va y jota viene. En la frente de algunos mozos, al reflejo de la luz de la bombilla, se vislumbraba como racimos de perlas encendidas y desparramadas, el sudor de la felicidad, del ejercicio reconfortante, que luego enjugaba con el pañuelo blanco, para seguir dando rienda suelta al pulmón y entonar una canción:

 “El vino que tiene Asunción, ni es tinto ni blanco ni tiene color/ Asunción, Asunción, echa media de vino al porrón…”

Con ese estado de ánimo uno se acostaba habiendo disfrutado de los placeres de la vida que, una vez al año, gracias a las Madrinas, suponía el bálsamo bien labrado y merecido para seguir soñando con un futuro prometedor.

 

 














 

12 agosto 2023

SAN LORENZO 2023

 

               











       

Cuando miro las fotos de esta procesión del Santo Patrón, San Lorenzo, por las calles de mi pueblo, uno piensa que la vida ha pasado veloz. Pero si miro las fotos de años anteriores y de decenas de procesiones sin fotos, las de mi niñez, por ejemplo, la perspectiva es distinta, entonces parece que uno ha vivido una eternidad. Y es que las cosas se ven a menudo según el color del cristal con que se miren.

Basta con observar los atuendos de los acompañantes; matrimonios, hombres y mujeres de toda condición y edad, y el semblante de cada cual, uno puede deducir que estamos viviendo una época relativamente próspera, a pesar de que la carestía de la vida pareciera que vamos hacia atrás, y en ciertos aspectos así es, pero la vida es eso; un tira y afloja, un toma y daca, un bregar continuo para alcanzar mejores condiciones de vida, o al menos para no perder lo que henos conseguido.

Pero como nada es perfecto, ni lo ha sido ni lo será nunca, uno echa de menos aquellos grupos de adolescentes de antaño, porque simplemente en los pueblos ya no nacen niños. Tal vez por eso resulta gratificante ver a una mamá empujando el carrito de sus retoños que placenteramente asisten a la procesión protegidos del sol implacable con que San Lorenzo nos envía cada año en este día.

Acuden a la fiesta gentes que nacieron aquí, pero que la emigración de los años sesenta los llevó (nos llevó) a otros lugares, más o menos lejanos, a menudo a las grandes ciudades. Y hete aquí que al finalizar la procesión, en charla distendida, uno se alegra al encontrarse con alguien que no volvió a ver desde su infancia, cincuenta o sesenta años atrás. Ese es mi caso al saludar a Maruja que no conocía ya porque desde que jugábamos a las tabas a la sombra de su casa, el tiempo nos separó. Busqué en la luz generosa de sus ojos la alegría (y la hallé) que nos hizo tan felices al compartir aquellos veranos de juegos con el parchís, a la sombra, a la hora de la siesta, mientras pasaban por la calle los carros tirados por bueyes con la lengua colgando por el calor, cargados de manojos de trigo camino de la era. Miles de imágenes del tiempo que fue desfilaron por mi mente.

Estos reencuentros inesperados al cabo de tantísimos años, son como un bálsamo para el espíritu, sobre todo al comprobar que seguimos en este mundo caminando, con ropitas elegantes, como diría mi abuela Pepa, con el semblante feliz, a pesar de las arrugas que marcan el paso de los años al sonreír recordando viejos tiempos.

He dicho viejos tiempos, pero en realidad, más que “viejos tiempos” es la estampa nítida de la niñez que se vislumbra a través de la mirada lúcida del presente.

Gracias, querida Maruja. Que la Providencia siga regalándonos más encuentros

¡Viva San Lorenzo!

 


20 junio 2023

LA FESTIVIDAD DEL CORPUS CRISTI

 













Así decíamos en La Zarza, Corpus Cristi, cuando llegaba ese jueves que era uno de los tres del año que alumbraban más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y Jueves de la Ascensión. El de la Ascensión subió tan alto, que lo han dado por perdido. En cuanto al Corpus ha pasado del jueves al domingo.

Así pues, el domingo pasado, y con retraso, debido a la agenda archirrepleta del párroco que tiene que atender a varios pueblos, celebramos por fin, nuestro Corpus Cristi.

Como se puede observar en la procesión, pocos son los fieles interesados en dicha celebración; es la España vaciada, que dicen. Los pueblos se quedan sin gente, las viviendas se llenan solo en verano, porque son casas frescas, porque se gasta menos dinero que en viajes, porque estamos en crisis, porque nos gusta pasear por las calles de nuestra infancia y porque se huye del ajetreo agobiante de la ciudad.

Esta vez solo ha habido un altar. En mi infancia las calles eran de tierra y el recorrido de la procesión daba la vuelta al pueblo. Había numerosos altares, con decorados ingeniosos, vírgenes, ángeles, algún niño vestido de blanco junto al altar. Las calles por donde pasaba la procesión estaban tapizadas con tomillos, básicamente, que desprendían un aroma que neutralizaba el olor a terruño de ganado en las cuadras. Todo olía bien ese día.

 Los tomillos, el aromático “cantueso” que cubría las calles, era recogido y guardado para ser pasto de las llamas en la hoguera de San Juan. Esa fogata cuyo humo tenía poderes mágicos, pues no en vano los tomillos estaban bendecidos, así, pues su humo tenía la propiedad de curar muchas enfermedades, o dolencias.

Para tal menester, sobre todo los viejos, se desliaban la faja en torno a la cintura para que el humo le bañara la zona lumbar y así hacer desaparecer la reuma, como decían. Cada cual llevaba el humo a su parte dolorida del cuerpo. De modo que aquel remedio era natural, sin efectos adversos y sin gastos para el Gobierno.

El día 24 próximo, al anochecer, cuando prendan la hoguera, allí estaré para rociarme de ese humo celestial a ver si me desaparece esta reuma del codo, y de la rabadilla, y de las cervicales, y del dedo gordo del pie, y del oído que me zumba, y a ver si me sale un poco de pelo en la cabeza y menos en las orejas. Eso espero, aunque debería haber al menos un San Juan al mes, para renovar este esqueleto que he abandonado un poquito a su suerte. Yo sigo confiando en lo que mis antepasados creían con profunda fe. Ahí está el misterio.

Aún no se ha perdido todo. Nos queda la esperanza. Que cada quien lo disfrute a su manera.