11 enero 2018

Una mirada retrospectiva


 

Este relato es la continuación del subido a la página el 30 de diciembre, cuyos personajes eran el Tío Doroteo, el tío José Manuel y mi tío Andrés.
Mi tío Andrés tenía cinco hermanos, entre ellos   mi abuela Pepa, y mi tío Casiano, fallecido muy joven en un accidente de camión.
Mi tío Andrés era muy culto, no sé dónde había adquirido tanta cultura, tal vez leyendo los periódicos que siempre   tenía en el mostrador. Me hablaba de la guerra civil, de la segunda guerra mundial, del presidente Eisenhower con tanta pasión y detalles, que parecía que lo había vivido sobre el terreno. Me consta que se le daban muy bien los números y tal vez por eso montó el negocio: Un pequeño bar, comercio  y carnicería, o mejor dicho un auténtico bazar adaptado a las necesidades del pueblo. Allí había de todo, y allí acudían los clientes, muchos llegados de fuera para la construcción de la carretera  y la “Obra” del Salto.
Era solterón, como decíamos, y muy dicharachero. Sufría una cojera .no sé desde cuándo y al tambalearse parecía que se iba a caer, pero no se caía. Tal vez tuviera una pierna más corta ¿causado por la polio? No lo sé. A mi edad escolar, yo pensaba en otras cosas que indagar sobre su cojera. El caso es que llevaba un alza en el zapato y tal vez de ahí el mote “Calzaparda”. Sabido es que en nuestro pueblo, como en otros, casi todas las familias tenían su mote o apodo,; el tío Doroteo lo tenía, mi abuelo Manuel, también etc, y se heredaba de padres a hijos aunque a los nietos nos llega ya de refilón. No es que los motes fueran denigrantes en sí ,pues designaban personas concretas, yo creo que lo negativo  era la forma despectiva de usarlos a menudo para zaherir, sobre todo los chavales cuando nos peleábamos, por eso la tía Ramona siempre me decía tras darme la perrita gorda “ Hay que rezar, hijo, que hay gente mu mala” .

Al vivir mi tío Andrés  a medio camino entre mi casa y la escuela ( la vieja), me acostumbré a pasar por su comercio para saludarlo. Esa era mi intención sincera, pero en el fondo, al tratarse de los años de posguerra, el motivo de la visita era guiado, pienso ahora, por el mero instinto de supervivencia.
    —¿Qué tal?, tío Andrés.
Me pasaba la mano por la cabeza.
    —¿Cómo andas  con las matemáticas, sabes ya multiplicar, dividir, restar? Cántame la tabla de multiplicar del 7, anda.
Yo se la cantaba, y bien cantada, y la del 8 , y la del 9, hasta que me decía:
     —Ya veo que te aplicas bien. ¿Qué quieres? ¿Castañas pilongas, cacahuetes, uvas pasas, higos pasos, o una castañita de chocolate?
No me atrevía a decirle que todo me gustaba, pero ya era lo suficiente recatado y me limitaba a meter la mano en el saco de castañas y cogía un puñado. Así lo visitaba a menudo, y un día cogía higos pasos, otro,  uvas,  el chocolate me lo proponía siempre él porque no me atrevía a pedirle un trozo. “¿Sabes cómo se llama el presidente de los Estados Unidos, y el de Rusia?” Yo se lo decía esperando el trocito de chocolate de almendra y regresaba a casa brincando y cantando la campanera.
     —Andrés, ponme un litro de vino y apúntalo en la libreta —le decía uno. Otro llevaba medio kilo de carne de oveja “apúntalo Andrés”, y a fuerza de apuntar y no cobrar, porque algunos clientes forasteros no volvían, el negocio de Andrés se  fue a pique. Pero mientras duró, qué jartura de castañas pilongas y uvas pasas me di, y que rico el chocolate que sabía a gloria.

Tenía el sentido del negocio y cuando montaron en el Abanico el taller de la Ibérica, y construyeron los barracones para los obreros, mi tío Andrés pensó que si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Y así lo hizo montando un chiringuito de madera en un prado en el Abanico para que los obreros fueran a tomar vinos, pero los obreros, muchos solteros, preferían venir al pueblo y parlotear al mostrador con las camareras, siempre atentas al negocio. De modo que aquel negocio no prosperó como él deseaba y al cabo de un tiempo lo cerró para no perder más dinero
En su comercio, un local donde había un mostrador para servir vinos y aguardiente, sobre todo, había un espacio a la izquierda de la entrada y allí se ponía un peluquero para, con una simple silla, cortar el pelo por un módico precio. Mi tío era así de acogedor. Demasiado bueno para hacer negocio. Ponía la botella de vino en el mostrador y el tío Marcos, padre de la tía Petra, alguacila, bebía un trago, que era media botella y le pagaba un chato ( mal negocio Andrés) Pero Andrés era feliz así y esperaba que la fortuna fuera su aliada.
El tio Marcos lo visitaba con frecuencia ( se entiende el porqué), fue tanta su amistad que eso lo llevo a un trágico final.
Era el tío Marcos un hombre rudo y noble a carta cabal, de talla media pero con unas espaldas como un armario y de una fuerza descomunal —me decía mi abuelo Ángel.
     —Marcos, necesito un haz de escobas para calentar el horno—le decía mi abuelo—y el tío Marcos cogía una soga y el pico y al  rato se presentaba con un enorme haz como el que se le echaba al lomo de la yegua. “Nunca he visto cosa igual, qué bárbaro, qué fortaleza”, decía mi abuelo.
Después el tio Marcos esperaba la recompensa que no era dinero, porque prefería una hogaza de pan candeal de kilo y medio, un trozo de tocino de medio kilo  y una botella de vino, que mi abuelo le presentaba junto al haz que acababa traer, porque él prefería dar cuenta de tan suculento manjar con su navaja cabritera  estribado en el haz de escobas.
Era un hombre servicial y siempre dispuesto  para echar una mano donde las fuerzas de los demás flaqueaban.
Cuentan que un día el meseguero que vigilaba la hoja, sorprendió a su burro en el sembrado y lo encerró en el Corral Concejo, detrás de las escuelas viejas. No quiso pagar la multa para recuperarlo y saltando la pared, no muy alta, probablemente de noche, se echó el burro a los hombros,  como si fuera un cordero, y lo sacó por encima de la pared.

Un día mi tío Olegario que en su casa había montado un pequeño comercio, le pidió que lo acompañara a Lumbrales para comprar género, pues había que manejar sacos pesados, que en aquella época eran de sesenta o cien kilos, como las sacas de harina.
Hacía frío aquella mañana y mi tio Olegario lo invitó a tomar una copa de aguardiente en un bar de Barrueco, camino de Lumbrales. Tomó el vaso, empinó la cabeza y el aguardiente pasó como un rayo por el gaznate. A mi tío Olegario le pareció demasiado fuerte el aguardiente y de un sabor raro, de manera que tras mojar los labios, se lo dijo al camarero. Este miró la botella y  se disculpó, mientras mi tío le preguntaba al Marcos “¿Qué tal el aguardiente”. “Un poquito fuerte pero estaba bueno”, contestó. Era alcohol puro, no aguardiente. Pero el tío Marcos tenía unas tragaderas propias para una fortaleza semejante. Esta pasión por las bebidas fuertes le llevó a la muerte demasiado pronto.

Solía, como he dicho, frecuentar el comercio-bar de mi tio Andrés y debido a la confianza, una mañana se presentó ante el mostrador, apañó la botella que estaba encima de la barra, mientras mi tio Andrés andaba en la trastienda, echó un trago de los suyos, o sea casi medio litro, pero cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Ante el alarido, acudió mi tío Andrés y se llevó las manos a la cabeza al ver la botella derramando el líquido restante, mientras el Marcos intentaba escupir y vomitar aquel brebaje. Mi tio Andrés estaba haciendo limpieza y al estar solo había dejado la botella en el mostrador. No se percató de la llegada de Marcos y el drama se consumó en un santiamén, pues el contenido de la botella era sosa. Se abrasó todo el tubo digestivo y debió sufrir horrores durante la semana de vida en que  luchó desesperadamente contra la muerte.
Fue un suceso trágico, como la muerte del tio Castro que se arrojó a rio con una piedra atada al cuerpo.

Así recuerdo yo a los personajes que he presentado, personas que pasaron por nuestro pueblo como vamos pasando los demás, con más o menos suerte, tal vez con más. Los que vengan detrás podrán juzgar.

 Félix Carreto
La Zarza de Pumareda
Enero de 2018

 

 

 

 

03 enero 2018

La noche de la Nochevieja


 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Eran las ocho de la noche en mi pueblo. La luna alta, casi Llena, avanzaba alumbrando los recovecos incitando al paseo nocturno.
La tarde había sido lluviosa y aproveché este cielo despejado para dar un paseo por todas las calles del pueblo para disfrutar del presente, recordar otra época, y abrir también el apetito para la cena suculenta que suele aguardar en semejante noche.
Salí de casa con anorak y gorro, pues soplaba una brisa que te sacaba los coloretes en la cara. Subí a la loma del Cotorro, oteé el pueblo, sus luces blancas mostraban la extensión de un extremo a otro; casi un kilómetro. Todo era silencio. Olía a humo hogareño que vomitaban algunas chimeneas. Bajé la cuesta del Cotorro, llegué al merendero-parque de Vallito Redondo. Silencio. Tampoco había agua en el tramo de laguna, otros años incubando las ranas y alguna vez cubierta de carámbano. Pasé por la puerta de Pacho, abandonada a su suerte, giré a la izquierda calle Camino Milano, casas cerradas, sin nadie, solo en  la última relumbraba la  luz  que Dolores mantenía viva cual  linterna  en un bosque oscuro.

Este fue mi barrio de infancia. Atrás quedaban las casas cerradas y frías de los dueños que fueron y que ya no son de este mundo: La casa de doña Daniela, la maestra, la de Santiago “el herrero”, la de La Emilia y José, la del tío David, la dela tía Manuela y José, donde me refugié una noche de verano siendo crio, porque hui de mi casa al ver dos ratones pasar por encima de la cama, hasta que mis padres regresaron de la función de sainetes en el salón de Aquilino, y me recogieron, no sin llamarme miedoso. Silencio ahora en la calle, jolgorio, frenesí  y pequeñas hogueras calentándonos las piernas de pantalón corto, tal día como hoy hace muchos años.

Proseguí calle arriba, una oveja de Agustín rompió el silencio y me alegré, las demás casas cuatro o cinco dispersas, estaban vacías. Silencio. Solo mis pasos ponían sonido  a la noche, y en ellos me reconciliaba.

Llegué a la carretera y en ella avancé camino de Barrueco. La Casa de Juan (Doroteo), vacía; la  de Manuel de la Lumi, vacía; la última que en mi infancia fue del brigada, después de Luis de Aquilino y finalmente de Manuel y Alfonsa, eran testimonios de la soledad y tristeza que representaban ahora sus muros; alegría, calor y aroma navideño en otra época.

Tomé conciencia de que el tiempo había seguido implacable mis pasos desde que nací y disfruté de este barrio y, a cuestas, llevaba todas las vivencias acumuladas que ahora en medio del silencio y la soledad se deshilvanaban con un punto de nostalgia al contemplar las calles vacías y tristes. La luna seguía mis pasos, la brisa me refrescaba la cara.

Regresé al corazón del pueblo, me detuve en Los Llanos, mi barrio de infancia, ahora cruzado por la carretera que lleva a  Mieza. Antes espacio diáfano donde en estas noches de invierno corríamos tras la pelota dándole patadas, bajo la mortecina luz  del único poste, juego que ni la mismísima niebla por gélida y sombría que fuera, nos lo impedía.

La casa de mi abuelo Ángel, que desprendía un olor a pan reciente, ahora una ruina; la que fue de teléfonos y nos traía  noticias lejanas, vacía; la que fue de Eusebio, el primer chalet de solera del pueblo, vacía. Por fin se encendieron las luces de la casa que fue del médico, ahora Casa Rural. Cuatro coches negros aparcados delante ponían vida a un barrio sumergido en la soledad y el silencio más absoluto. Avancé hasta vislumbrar el cementerio. A lo lejos las luces amarillentas de dos pueblos portugueses anunciaban la fraternidad de ambos pueblos. Alumbraba la luna con intensidad realzando la silueta de los cipreses del cementerio, tiesos, solemnes, apuntando al cielo. A mi derecha tenía las escuelas “nuevas” porque las estrenamos los de mi generación, cerradas a cal y canto porque ya no hay niños para abrirlas. Recordé el jolgorio que armábamos en el jardín durante el recreo batiendo como posesos la espumadera en el recipiente de la leche en polvo que llegó de América para quitar algo de hambre, o de sed de leche. A falta de niños, nuestra escuela es ahora un tanatorio. Los niños que fuimos, peinamos canas o calvicie, algunos ya se fueron para siempre. Tanatorio donde antes hubo niños. Todo un síntoma escalofriante. Sobran las palabras.

 

 Sacudí la tristeza que me asedió y proseguí hacia el centro, carretera abajo. Recuperé el ánimo al  contemplar luz en el hermoso chalé que habitaron Joaquín y Pepa, frente a la que fue de Doroteo. A través del gran ventanal se vislumbraba una llama danzarina en la chimenea entorno a sus moradores (venidos de lejos para la ocasión), y unas lucecitas de colores guiñaban al paseante. Calor hogareño, por fin, en la tristeza y soledad del barrio.

Todas las casas que en esta calle dejaba atrás hasta llegar al torreón dormían su solitaria vejez, sólo en dos o tres  había vida, pero nada  trascendía al exterior. Recogimiento en el hogar; silencio fuera. El reloj dio las ocho y media.

Giré a la izquierda camino del juego de pelota.  Casas cerradas, vacías, el campanario de la iglesia iluminado por un foco. Me detuve en medio del Juego  de pelota. Recodé la noche como hoy hace cincuenta años, cuando me tocó ser quinto y todo estaba listo para izar la bandera en lo alto del frontón como era costumbre.  En el centro de la plaza, entonces de tierra como las calles, prendimos una enorme hoguera con los postes de la luz que habían sustituido por otros de cemento. Pero la noche era larga y fría y necesitamos más leña. A uno se le ocurrió acarrear unas brazadas de leños de un vecino de la calle Bardera. El dueño lo denunció al juez de paz y este le dijo que su hijo también había cometido no pocas fechorías similares, “así que una cosa por otra” sentenció, y todo acabó en aguas de borrajas.

 Entorno a la media noche procedimos a colocar el mástil de la bandera. Dos escaleras empalmadas apoyadas sobre un carro de bueyes, nos ayudaron a escalar y  clavar el mástil de unos cuatro metros en la cara opuesta al muro liso del frontón. Yo sujetaba la escalera mientras otro, en lo alto, fijaba el palo sobre la piedra sin enfoscar. Al clavar se levantó un trocito de la cal que servía de argamasa, trozo que fue a caer sobre mi frente mientras miraba hacia arriba. Comencé a sangrar. Enjugué la sangre con un pañuelo. A la luz de la lumbre Ventura me dijo que era una  “pitera” insignificante, paro me dolía y se produjo una pequeña inflamación. Me até el pañuelo a la frente cual pirata y el sangrado cedió. Así pasé la noche entorno a la hoguera donde se comían perrunillas, higos pasos, golosinas y se bebía vino y anis.

Piedad, más joven que nosotros, relevó a su madre en el bar de enfrente y allí tomamos el chocolate esperando alegres el amanecer por la labor realizada. La bandera ondeaba majestuosa en la mañana del nuevo año. Orgullo de las quintas que la habían confeccionado la enorme tela bordando los nombres de quintos y quintas en letras grandes que se irían desgastando durante los doce meses de vida. ¡Quién iba a decir que cincuenta años después, nuestra bandera, la de todos, símbolo de nuestras ilusiones y juventud, sería denostada por demasiada gente,  como si ella no representara un trocito de la vida de cada español! Triste historia la nuestra!

Me repuse de tantas emociones y proseguí con la luna hacia la calle Bardera, saludé a las campanas que ya no llaman al Ángelus al atardecer, que ya no alegran los bautizos porque no hay, que hay que esperar cada año el día de san Lorenzo para alegrarnos de verdad.

Casas cerradas, silencio. En la última casa, mirando ya al campo, había luz, silencio y paz. Regresé al centro por la calle Larga, saludé a Vicente y le deseé feliz noche. En el bar de Bosco había murmullo, voces jóvenes, no muchas. Olía a humo en la calle, humo agrio, insulso, de chimeneas de calefacción. Nada que ver con el humo perfumado de antaño con olor a sofrito, o a sardinas, o farinato frito.

Llegué al `pilar y recordé la misma noche de 1960. Allí, sentados en unas piedras, al calor de la hoguera, charlábamos y cantábamos villancicos, comíamos castañas pilongas y uvas pasas. Recuerdo la gabardina de Marifé impregnada de olor a bar, que era un aroma inconfundible, el mismo que me llevaba a la cama cuando asistía al cine el sábado por la noche en el salón de Aquilino. Un mozo forastero, de los que trabajaban en el Salto de Aldeadávila, salía del bar de Aquilino o Salvadora, alegre, camino de casa iba cantándole a los perros con que se cruzaba y nos dio con la mano. Había dinero para gastar en chatos de vino con la obra del Salto.

Ahora todo era silencio, soledad, el pilar rebosante de agua entonces, ahora estaba seco y en el lugar del agua se erguía un árbol luminoso de Navidad. “Mal augurio, la sequía en invierno”, me dije.

Proseguí mi deambular por la carretera camino de Masueco y al llegar a la cuesta donde el coche de línea renqueaba antaño, recordé cuando nos enganchábamos a la escalera trasera que subía  a la vaca y corríamos decenas de metros agarrados. Pensé que si hubiera podido engancharme hoy, más de cincuenta años después, hubiera corrido una docena de metros o más. Me hubiera gustado ponerme a prueba para comprobar el paso de los años.

 Llegué hasta la última casa y todas estaban cerradas. Silencio. Tal vez en dos hubiera vida, y la había, pero el sosiego de los moradores, fruto de tantos años de vida, imperaba en ambos hogares.

 En lo alto de la cuesta y en la oscuridad de la noche, aunque mitigada por la luna, fotografié el silencio del pueblo y salieron tímidas  las luces como testigo de vida palpitante, como símbolo de una época que se resiste a morir.

Volví sobre mis pasos, llegué al pilar y completé la vuelta al pueblo por la calle Trinchera. De nuevo casas cerradas, silencio. Me alegré al ver luz en una, y un lienzo rojo colgado de la ventana alta con la figura del Niño Jesús, y en la ventana baja, en un tiesto, pestañeaban unas lucecitas de colores. Me alegré. Proseguí mi deambular y otra casa estaba alumbrada; dos, entre seis cerradas, vacías y tristes.  

Desde el punto de partida, en lo alto del Cotorro, deseé feliz noche a las almas que aún celebran la Nochevieja. Un perro ladró cuatro veces, y volvió el silencio.

Entré en casa con una sensación agridulce pensando que cada año la Nochevieja sería más silenciosa porque ya no nacen niños, síntoma inequívoco del fin de una época donde hubo alegría, canciones y esperanza a raudales.

Después de la cena recuperé ánimos viendo la televisión y tomando las doce uvas con la Pedroche que mostraba su vestido, que no era vestido y que alegraba la vida porque una bella imagen no ofende a nadie. Y en paz me dormí.

 

Félix Carreto. 

La Zarza de Pumareda

Dia de Año Nuevo de 2018